En el preámbulo de la vigente Constitución, su autora, la Nación española en tanto que poder constituyente, proclama su aspiración a la consecución de una “sociedad democrática avanzada”. Mucho y bueno podría decirse sobre esta decidida apuesta por una democracia de calidad, que en eso consiste cabalmente todo avance democrático. Tres pueden ser consideradas las cualidades principales que encierra esa búsqueda de una democracia avanzada.
La primera de ellas nos remite a la idea de transparencia. Una noción que convendría no confundir con el puro exhibicionismo o alarde a que tan dados son los gobernantes, sino que exige la aportación de información en términos adecuados para la ilustración de la ciudadanía. La transparencia no es únicamente, ni tan siquiera especialmente, una herramienta para la lucha contra la corrupción —mal endémico frente al que parece que hemos logrado inmunizarnos— sino un instrumento para hacer efectivo el principio de que las cosas públicas, que a todos interesan, deben ser conocidas por todos. Y entendidas por todos, lo que encierra una doble exigencia de accesibilidad y legibilidad de la información. De todos es sabido que el exceso de información produce monstruos en número similar a los que nacen del sueño de la razón. La saturación informativa embota los sentidos y nubla el juicio. Por eso mismo, una democracia avanzada es aquella en la que las cosas públicas se expresan en un lenguaje claro y preciso.
La segunda cualidad nos habla del valor de la deliberación. Una democracia de calidad no es aquella pródiga en debates en los que, sin solución de continuidad, se suceden los monólogos. Menos, si cabe, un sistema de gobierno donde los distintos grupos se ignoran y, a lo sumo, se soportan. En una democracia deliberativa importan especialmente los argumentos, las buenas razones, pues quienes en ella conviven son conscientes de que los grandes asuntos rara vez se resuelven de una vez y para siempre. La deliberación es sumamente enriquecedora porque presupone un espíritu abierto a la contradicción, la aceptación de que las razones del otro son tan plausibles y merecedoras de atención como las propias. Se delibera para generar argumentos más sólidos y adecuados a las necesidades a las que es preciso hacer frente. La sustitución de la deliberación por la simple votación presupone la negativa a escuchar al otro y aceptarle como interlocutor: prescindir de la deliberación se explica porque nada de cuanto se exponga en su desarrollo nos hará cambiar de opinión o, más modestamente, nos obligará a revisar nuestros prejuicios. Dicho de otro modo: prescindir de la deliberación convierte en juicios definitivos los prejuicios con los que se acude al diálogo.
Por otra parte, toda democracia de calidad debe garantizar la depuración de responsabilidades. La elección de los gobernantes expresa nuestras preferencias, pero también identifica a quienes deben dar cuenta del uso que le dieron a la confianza en ellos depositada. Una demarquía o lotocracia transformaría a los eventuales candidatos —potencialmente, todos nosotros— en seres substituibles y dificultaría la rendición de cuentas, pues si la fue la diosa Fortuna quien nos puso al frente de una oficina pública, solo a ella habremos de dar explicaciones. Quienes añoran el mito de la “democracia ateniense” quizás debieran perder algo de su valioso tiempo en releer las páginas que Max Weber, Tocqueville o Benjamin Constant dedicaran a esta aristocracia imperial. De igual modo, convendrá no echar al olvido que una de las más graves carencias que aquejaran a aquella primera democracia fue, justamente, la ausencia de mecanismos adecuados de depuración de responsabilidades. En fin, puestos a recuperar viejas instituciones, quizás convenga recuperar el juicio de residencia que antaño se formaba a quienes cesaban en el ejercicio del cargo. Si así fuera, debiéramos en todo caso revisar la atribución de la competencia para formar ese juicio al sucesor, so pena de que la sombra de la sospecha cubra de consuno a juez y enjuiciado.