brutalismoLUIS POMED SÁNCHEZ

En arquitectura se conoce por brutalismo el estilo, popularizado en el Reino Unido en la década de los cincuenta del pasado siglo, caracterizado por una construcción minimalista que muestra los materiales de construcción desnudos. El nombre proviene del término francés béton brut, hormigón crudo u hormigón visto, material del que hace un uso extensivo, así como del ladrillo visto, sin lucir ni pintar. Los edificios brutalistas se caracterizan por el empleo de formas geométricas angulares y por presentaciones monocromáticas. Dicho de otro modo, se pone el foco sobre las estructuras simples y poderosas, duras e intransigentes. El brutalismo antepone la materia a la forma. Sucede que es la forma aquello que dota de belleza a los materiales, aquello que permite alcanzar un grado de perfección en la obra humana que la haga agradable a nuestros sentidos físicos y al espíritu. Al renunciar a toda aspiración al equilibrio y a la serenidad, es perfectamente comprensible que el brutalismo se haya convertido en sinónimo de fealdad.

No faltan en España ejemplos de la arquitectura brutalista, que por lo común invitan a abandonar toda esperanza en un urbanismo armónico. Ahí están, sin ir más lejos, el edificio Walden 7 en Barcelona; las facultades de Ciencias —es un decir— de la Información, Biológicas y Geológicas de la Universidad Complutense de Madrid (absurdo oxímoron académico) y las inefables Torres Blancas y Torre de Valencia, que hacen del cielo de la capital de España un horizonte algo menos amable.

De un tiempo a esta parte, la política española reivindica con fuerza el brutalismo. Sin afeites ni aderezos, lo apuesta todo a la materia, consciente de que salvo el poder, todo es ilusión, y desprecia las formas. Poco importa la belleza o el equilibrio, únicamente interesa la posesión y ejercicio del poder. Triunfa la tesis del mal menor: al menos, son los míos y no los otros quienes ostentan —no diré detentan— el poder. El poder desnudo, como el hormigón visto, sin lucir, ni pintar. Renunciamos gozosos a la razón como idea directriz; despreciamos la deliberación por su efecto retardatario y no reparamos en que su principal virtud es de largo alcance: las razones de nuestros contradictores nos hacen replantear críticamente nuestras creencias y en un diálogo continuado entre ciudadanos libres e iguales somos capaces de alumbrar mejores argumentos. Convendría no olvidar que, en democracia, el todo es más que la suma de las partes y, sin duda, es más que una sola de las partes, por más que la fuerza bruta de esta le permita imponerse y avasallar a otra u otras.

Percibimos con claridad, y por buenas razones, la fealdad, el brutalismo, de la corrupción como conducta individual merecedora de un reproche penal. Pero interesaría no echar al olvido la corrupción sistémica que agrieta las instituciones, pues en tanto que aquella puede ser combatida por los medios ordinarios, esta empobrece nuestras vidas y nos priva de un futuro en libertad e igualdad. Alegrémonos de la existencia de mecanismos de ascenso social, pero preguntémonos si esos mismos sistemas funcionan adecuadamente cuando alguien pasa, como por arte de magia, de regentar la portería de una mancebía a asesorar sobre el transporte de mercancías por vía férrea. Posiblemente, ambas actividades sean necesarias en una sociedad mínimamente bien ordenada, pero tengo para mí que el salto de una a otra disfrazado de asesor ministerial constituye una auténtica tomadura de pelo a la ciudadanía. Me malicio que buena parte del desprestigio de nuestra vida pública proviene de la proliferación de esas covachuelas de asesores que hemos dado en denominar gabinetes de todo tipo, que han suplantado a las estructuras profesionales responsables ante los ciudadanos y han convertido nuestra administración en una barahúnda de voces donde se oyen más los gritos del estado mayor del gobernante que las opiniones de los profesionales del ramo. Sin afeites ni aderezos, la democracia es oclocracia y el Estado de Derecho pura entelequia, pues en él no se puede prescindir de una forma que no es lujo sino necesidad imperiosa de buen gobierno.