Dispone el artículo 99 de nuestra Constitución en su apartado primero que después de cada renovación del Congreso, el rey “previa consulta con los representantes designados por los grupos políticos con representación parlamentaria, y a través del presidente del Congreso, propondrá un candidato a la Presidencia del Gobierno”. Suprimo en la reproducción del precepto la proliferación de mayúsculas innecesarias, que pretenden serlo de cortesía y solo lo son de garrulería: lo importante se escribe en mayúsculas, al igual que se grita para que se nos entienda.
Desde 2015 los españoles nos hemos encariñado con este precepto, hasta el punto de que, según cuentan los mejor informados cronistas, el actual rey Felipe VI ya ha celebrado tantas rondas de consultas en apenas nueve años como las realizadas por su emérito padre en treinta y seis años de reinado constitucional. Y es que nos resistimos tanto a dar un voto sólidamente mayoritario a alguna de las candidaturas electorales, cuanto a reformar nuestro sistema electoral, que adolece de algunas deficiencias palpables en punto a asegurar la estabilidad y labor de gobierno.
Un fenómeno destacable de las últimas rondas de consultas es el incremento de invitados renuentes a participar en ellas. La función definida en el precepto constitucional parcialmente reproducido al comienzo de estas líneas se encomienda al rey en su calidad de jefe del Estado, decisión lógica con la caracterización de este como una monarquía parlamentaria. De modo que el rey no nombra directamente al presidente del Gobierno, como sucede en otras latitudes, sino que, con el refrendo del (de la) presidente, propone a un candidato que habrá de buscar los apoyos precisos para obtener la confianza de la cámara baja.
Supuesto que los representantes de los ciudadanos —elegidos y generosamente retribuidos por estos— se ocupen y preocupen de los asuntos que afectan al común de los mortales que poblamos este humilde solar, sorprende ese desinterés por la adecuada realización de una función esencial, como es la designación del candidato a la presidencia del Gobierno. En España el presidente no es elegido directamente por los ciudadanos, no goza de una legitimación democrática directa o de primer grado, sino indirecta o de segundo grado, como es la que le confiere la mayoría del Congreso de los Diputados, cuyos miembros sí son elegidos directamente por el cuerpo electoral, al que representan y en cuyo nombre actúan.
Si a una aparatosa sesión constitutiva de la cámara sucede una silente renuncia a cooperar en la adecuada realización de una función constitucional, podemos preguntarnos hasta qué punto es legítimo reclamar a nuestros parlamentarios que cumplan con otros deberes constitucionales. ¿Por qué han de renovar en plazo los órganos constitucionales? Y al hacerlo, ¿por qué han buscar candidatos de sólido prestigio que les mantengan alejados de los cantos de sirena y amarrados al mástil del servicio al Estado?
Como dijera Thomas de Quincey, lo malo del asesinato no es su perversión moral intrínseca, sino que abre un camino de degradación que lleva del crimen a la falta del decoro en la mesa y concluye con la inobservancia de los servicios religiosos dominicales. Cabe dudar de la sinceridad del acatamiento de la Constitución por quienes se apresuran a desatender el primero de los compromisos que el texto fundamental les impone, negándose a colaborar en la designación de un candidato posible para la presidencia del Gobierno. E incluso cabe maliciarse que confunden la ronda de consultas con un besamanos o una recepción en el palacio real. Manca finezza.