Elecciones en MaiquetíaLUIS POMED

El pasado 28 de julio algunos ciudadanos de Venezuela fueron llamados a las urnas para que expresaran el profundo amor que le profesan al sátrapa caribeño. No faltaron quienes confundieron esta generosa invitación con el ejercicio de un derecho. Y bien que lo siguen pagando. Quizás no sea inoportuno extraer algunas enseñanzas de lo sucedido para no perseverar en el error.

Un candidato digno de confianza. El sátrapa mostachudo apenas cambia de opinión, es individuo —en la estricta acepción biológica del término— de profundas y sólidas convicciones autocráticas. Amenazó con una guerra civil si ganaba —en rigor, si volvía a ganar— la oposición, y vaya si cumplió: la guerra civil que padece Venezuela se recrudeció. Unos ponen los muertos y otros practican el más obsceno victimismo, solo atemperado por la chulesca celebración de la apertura de nuevas cárceles, anunciadas como quien avanza la construcción de hospitales y escuelas.

La eficacia taumatúrgica de las palabras vacías. Pocas cosas seducen más —en particular a los émulos del tirano Banderas— que las grandes proclamaciones ayunas de todo contenido. Siguiendo las enseñanzas del libertador, en Venezuela se han superado las carencias de Locke o Montesquieu y, allí donde ellos solo contemplaron tres poderes, la Constitución bolivariana ha erigido cinco. Si fuera preciso, que nadie dude que se crearían aún más, tantos como puntos cardinales se ven desde el palacio de Miraflores. Se habla, así, de un “poder electoral” servido por amorosos lacayos dispuestos a perpetrar todo tipo de fraudes y proclamar con adusta expresión la existencia de ataques cibernéticos procedentes de Macedonia del Norte. No me dirán ustedes que los miembros del clan de los soles no tienen sentido del humor con este sutil homenaje al grupo Les Luthiers en el año de su disolución. Daniel Rabinovich y Marcos Mundstock agradecerán, allá donde estén, el esfuerzo de quienes, emulando su “comisión” que cambió españoles por noruegos como enemigos acérrimos del pueblo argentino, descubren la raíz de todo mal al norte de la Grecia peninsular.

En Caracas se lee mucho a Bertolt Brecht. En junio de 1953 los obreros del este de Alemania, en un gesto de absoluta ingratitud, se alzaron contra las condiciones laborales que padecían y reivindicaron, aburguesados ellos, libertades individuales. El dramaturgo suabo acertó a identificar el núcleo del problema planteado: el pueblo había perdido la confianza del gobierno y se preguntaba si “¿no sería más sencillo para el gobierno disolver al pueblo y elegir otro?”. De la glacial Berlín a la calurosa Caracas, el líder colectivero pretende hacer realidad el sueño germánico, trasmutado en pesadilla para quienes reivindican sus derechos y pretenden ejercer sus libertades de expresión y manifestación. Tanto peor para quienes no han asumido que solo la aquiescencia se puede expresar y únicamente para vitorear a los líderes es pertinente reunirse.

La pervivencia del colonialismo. Sorprende la falta de empatía que muestran los defensores de la emigración con un pueblo que ha debido huir en masa de su país; la inexistencia de admiración hacia quienes llevan décadas luchando valientemente por la democracia y sobreponiéndose a las trabas que una y otra vez les levantan desde Caracas, o, con especial cinismo, desde Brasilia, Bogotá o México; la ausencia de toda sororidad con María Corina Machado. Quizás, solo quizás, estas actitudes respondan al hecho de que cierta superioridad moral precise de una correlativa inferioridad de condiciones vitales para legitimarse en su ciénaga ética, siempre, claro es, que esta inferioridad la padezcan habitantes de territorios distantes, a cuyos padecimientos podamos responder con el mutismo. Digno de encomio resulta la labor realizada por aquellos políticos españoles que han recordado al bravo pueblo “el vil egoísmo que otra vez triunfó”.