A riesgo de incurrir en un reduccionismo simplificador, podemos convenir en que el buen periodismo se ha construido a partir de la conjunción de unos medios fidedignos y solventes y unos profesionales animados por la empatía con sus semejantes, el afán de saber y el gusto por la palabra. Por lo que se refiere específicamente a estos últimos, interesa recordar con Ryszard Kapuscinsky que “los cínicos no sirven para este oficio”. Obviamente, el periodista polaco no alude a los filósofos pertenecientes a la denominada “secta del perro”, defensores de la libertad individual y enemigos declarados de los convencionalismos sociales, sino a quienes actúan con falsedad o desvergüenza. Previene contra estos porque solo quien es capaz de colocarse en el lugar del otro podrá sentir sus temores, compartir sus anhelos, vivir su esperanza y hacerse partícipe de sus frustraciones.
Somos empáticos porque consideramos a los demás nuestros iguales y precisamente por eso nos preguntamos por aquello que les sucede, buscamos la explicación de lo que ocurre. El buen periodista ha sabido descender a los abismos para dar cumplida cuenta de la crisis de Weimar y el ascenso de la bestia nazi, como hiciera con singular maestría el catalán Eugenio Xammar en las páginas del diario madrileño “Ahora”. Con no menos rigor y amenidad Manuel Leguineche supo dar cuenta de las guerras coloniales finiseculares y de la caída del muro de Berlín, acto final del breve siglo XX. Esa curiosidad, que alimenta a los mejores espíritus y les lleva a realizar grandes empresas, hace de los mejores periodistas excepcionales narradores de la actualidad. Ellos son auténticos historiadores de lo contemporáneo que aciertan a situar los acontecimientos en su entorno y contexto. Los buenos periodistas buscan las razones que explican los hechos que relatan y describen su impacto sobre los seres humanos, tanto los poderosos —poco proclives a leer sus crónicas y extraer conclusiones distintas de aquellas que les proporcionan sus “gabinetes de (in)comunicación”— como los ciudadanos ordinarios, si es que hay algo ordinario en la alta condición de ciudadano.
Los buenos periodistas son, en fin, amantes de la palabra, oral o escrita. Saben que el buen decir y la cuidada redacción no son signo de afectación sino respeto al oyente y al lector. Cuidan del lenguaje, su herramienta de comunicación y, precisamente porque se dedican al estudio de lo contemporáneo, van perfilando el lenguaje de uso cotidiano, el “español urgente” entre nosotros. Los buenos periodistas no solo contribuyen a una mayor comprensión del mundo actual sino que ayudan a divulgar el conocimiento de la historia remota (así sucedió con Indro Montanelli, perfecto cicerone de los visitantes de la antigua Roma), de la ciencia (Manuel Toharia), o de la mejor música que ha compuesto el hombre blanco: la música clásica (Fernando Argenta). No pudo tener “El Norte de Castilla” mejor director que Miguel Delibes, elegante escritor, enamorado de la naturaleza y —sorpréndanse algunos— avezado cazador.
No habrá pasado inadvertida al lector la amplia nómina de grandes periodistas citados. Echará en falta a Julio Camba haciendo de república, de las letras; a Manuel Chaves Nogales narrando como nunca nadie ha acertado a narrar la Revolución Rusa gracias al maestro Juan Martínez, que casualmente estaba allí, o a un Josep Plà, grandísimo cronista parlamentario, a un Gaziel… No han faltado, a Dios gracias, inmensos periodistas, profesionales de la información que nos han ayudado a comprender el mundo, a entender aquello que nos está sucediendo. No han faltado, hasta fecha bien reciente.
En efecto, hemos comenzado a vivir tiempos que nos sorprenden porque no acertamos a leerlos con la claridad y el buen tino que otrora nos proporcionaran, entre otros, esos grandes periodistas. Nos hemos creído que podíamos prescindir del periodista porque era un intermediario entre la noticia y el público y que cualquiera con un teléfono móvil podía sustituirle. Pues bien quizás haya llegado el momento de reivindicar a unos periodistas cuya intermediación transformaba, mediante un proceso de selección y decantación, los hechos en noticias y los presentaba, con plena responsabilidad, ante el público lector u oyente. Es llegado el momento de reivindicar a cuantos cultivan una información seria y rigurosa, a quienes no entrevistan a Nicolás, grande o párvulo, ni son tan ignaros que sostienen, sin Pereira, que los estudios científicos deben ser avalados por una adolescente nórdica para que sean conocidos y valorados. Por ellos, por Juan.