Animado por el noble propósito de medrar, he decidido hacerme sectario. Tras sopesar las múltiples y variadas alternativas que nos ofrece el mercado, he llegado a la conclusión de que ninguna hace sombra a la condición sectaria: el sectario vive en paz consigo mismo, está encantado de haberse conocido, pontifica cuando le place y sabe bien que si el mundo no le reconoce todos sus méritos es culpa de la ignorancia y envidia ajena. Por lo demás, tampoco le preocupa en exceso ese “todo el mundo” siempre que los suyos sepan recompensarle como es debido. Lo dicho: todo son ventajas.
En resumen: que me he matriculado en un máster en Big Data Sectarism impartido por una prestigiosa universidad estadounidense que ha abierto unas espléndidas instalaciones en San Miguel de Serrezuela, provincia de Salamanca, lo que siempre es marchamo de prestigio académico. Me he decantado por estos estudios pues lo importante no es el saber por sí solo sino su utilidad práctica y, como ya he dejado claro, mi propósito es medrar: vivir opíparamente mientras disfruto de esa satisfacción inigualable que tiene proporcionar saberse en posesión —qué digo posesión, en propiedad— de la verdad.
Según me ha comentado uno de los profesores del máster, para llegar a ser un buen sectario es necesario combinar las virtudes del sectario proselitista y del sectario displicente. Consejo que ha rematado con un portazo no exento de elegancia y donosura.
El sectario proselitista busca la conversión del común de los mortales a la verdad. Innecesario resulta advertir que el sectario conoce la verdad y que las zarandajas machadianas esas de buscar juntos la verdad le traen completamente sin cuidado. El sectario proselitista es persona innecesariamente generosa en el esfuerzo de la persuasión pues anhela que el mayor número posible de semejantes disfruten del pálido reflejo de su saber. Por lo común, el sectario proselitista desempeña sus funciones en las escalas medias de la política, a la espera de los altos destinos a los que sin duda será llamado cuando triunfen los suyos.
El sectario displicente sabe bien que los demás habitantes de la tierra no podemos penetrar en las profundidades de su pensamiento. Por eso mismo nos trata con perfecta indiferencia: nada de cuanto un interlocutor pueda decirle le hará cambiar jamás de opinión por la sencilla razón de que ese interlocutor, al refutarle, demuestra estar equivocado. La conciencia de esta realidad, que a los demás se nos escapa, le hace padecer una constante desazón pues es vano todo esfuerzo que haga por explicarnos nuestra radical incapacidad para apreciar las mil maravillas que nacen de cada una de sus palabras.
Al parecer, existe una versión menor el sectario displicente, una especie de meritorio del sectarismo, que invoca habitualmente el derecho a que se respeten sus ideas. Según me han comentado, suelen ser sectarios que brillaron poco en el máster y que si bien rechazan todo ofrecimiento de diálogo y razonamiento, lo hacen desde una posición un tanto timorata, amparándose en una sedicente igualdad de valor de las ideas, siendo así que las ideas del sectario son, por definición, de mejor condición que cualesquiera otras. Me advierten, no obstante, que, como buenos sectarios, no consideran fungibles las ideas y no cambian las suyas por ninguna otra, ni se abren a una ninguna revisión crítica de sus posiciones.
En fin, quienes más saben de este asunto hacen hincapié en el carácter esencialmente gregario del sectario. Es una verdad de Perogrullo que sin secta no puede haber sectarios, pero esto no le resta un ápice de valor a la conducta del sectario, moderno siervo de la gleba que sabe servir a su señor, o señora, allí donde sea menester. En efecto: el buen sectario sabe identificar fácilmente a los suyos, que nunca son suficientes, y a los ajenos, que siempre son legión. Combate denodadamente a estos y convive vigilante con aquellos, porque el buen sectario es consciente de que la heterodoxia habita en los espíritus libres y no complacientes y que estos nunca descansan.
Me han dado, por tanto, el sabio consejo de que nunca baje la guardia, que esté siempre vigilante y que evite en especial dejarme tentar por los cantos de sirena de la libertad de opinión y de la responsabilidad individual. Es un terreno peligrosamente resbaladizo que nos lleva a un grado de exigencia propia que el sectario debe evitar a toda costa.