memoralistas-violetaLUIS POMED SÁNCHEZ

La memoria es una facultad individual que nos permite lidiar con el pasado y sobrevivir a su recuerdo; la historia es una rama del saber que nos obliga a enfrentarnos con lo efectivamente sucedido. La primera es eminentemente personal —a lo sumo, familiar— y selectiva, pues de lo contrario no podríamos sobrellevar el peso de nuestras vidas; solo Funes el memorioso — el arquetípico personaje de Borges— era capaz de recordar cada momento de su vida pasada y seguir adelante. Recordamos cada uno de nosotros y recordamos selectivamente, pues eliminamos de nuestra memoria aquello que anhelamos olvidar. En los recuerdos todos somos víctimas o testigos, nunca verdugos. La identificación de estos es tarea de la investigación historiográfica, como bien han demostrado tantos y tantos estudiosos de los más abominables momentos del pasado.

Si esto es así, cabe preguntarse hasta qué punto es lícita la definición de una política pública de memoria que reduzca a la unidad la pluralidad de recuerdos y vivencias propia de una sociedad abierta. En particular, porque es harto discutible que exista algo parecido a la denominada “memoria colectiva”, que no es la suma de recuerdos individuales y fragmentarios sino un relato estructurado e impulsado desde los poderes, públicos o privados. Un relato que, a fuerza de su reiteración, se asienta en nuestras mentes y acabamos compartiendo. Convendrá no perder de vista que el recuerdo de lo acaecido no se corresponde necesaria ni habitualmente con lo acontecido. El paso del tiempo hace que nuestras evocaciones se tornen borrosas y que se difuminen los caracteres de lo efectivamente vivido. Por no decir que, en no pocas ocasiones, reconstruimos nuestro propio pasado y creemos haber experimentado aquello que otros han relatado.

¿Hasta qué punto esas políticas de memoria no lo son de descargo de responsabilidad? Cuánto mejor adherirse a un relato caritativo que muestra nuestra mejor faceta, evitando así enfrentarnos con la gris realidad de los actos que componen nuestras vidas. El pasado es un territorio difícil de explorar porque nos faltan las herramientas para entender a quienes lo habitaron. Pero, sobre todas las cosas, es un territorio en el que resulta frívolamente sencillo emitir juicios ignorando realidades. Pocos consejos más sabios que el formulado por el historiador holandés Johan Huizinga cuando, al presentar a sus contemporáneos el mundo de los pintores flamencos del siglo XVI, les sugirió que se despojaran de su experiencia cotidiana y preparasen sus avíos para viajar a un tiempo y a un lugar donde todo era distinto, aunque aparentemente familiar.

Si el respeto al pluralismo consustancial a las sociedades democráticas avanzadas y la prudencia que debe guardar quien se adentra en un territorio tan desconocido como es el pasado, más si cabe cuando lo hace pertrechado únicamente de las armas de la subjetividad, no fueran suficientes, existe una tercera razón que milita en contra de la traducción en normas jurídicas de las políticas públicas de memoria. Podemos predicar la sabiduría de las normas aprobadas por el legislador cuando pretenden ordenar la vida presente y futura, cuando ejercen la función propia del noble arte de la política: dibujar el futuro en términos siempre susceptibles de revisión, que en eso consiste la democracia, en la posibilidad de reescribir el presente y el futuro. Pero ningún respeto merece el legislador que pretende juzgar el pasado sin habilidades ni procedimientos idóneos para ello. La reconstrucción del pasado es tarea compleja y permanentemente inacabada, que no puede saldarse con la pretendida eficacia taumatúrgica de las páginas del diario oficial de turno. Amén de que, si existe una memoria oficial estatal, cabe preguntarse en qué medida no habrá títulos suficientes para la confección de memorias oficiales autonómicas y aun locales. Miren ustedes por dónde, la memoria puede acabar teniendo un efecto keynesiano envidiable, logrando la incorporación al mercado de trabajo de un sinnúmero de memorialistas, que no historiadores.