Vivimos inmersos en la cultura del individualismo, autosuficiencia y egocentrismo, con el pretexto de que hay que “ser así” para el ejercicio de propósitos, objetivos y deseos propios.
Una cultura de efecto dañino por dirigir a la persona a la práctica del egoísmo, defender, proteger, atender de forma desmedida los intereses propios, motivaciones, necesidades personales por encima de satisfacer los ruegos, deseos, necesidades de grupo. Por inhabilitar la mente pensante para evaluar, anticipar el impacto, las consecuencias negativas que provoca en nosotros vivir bajo este plan, orientación y sentido de vida. Por dificultar la reflexión y entendimiento de lo que en principio parece lógico y sensato y, sin embargo, es disparatado para encaminar los actos al logro de lo esperado, actuar con independencia y autonomía de los demás, sin sujetarse a normas sociales para la consecución de objetivos.
No nos engañemos, el individualismo en grado superlativo, centrado en el culto al Yo, obtener de forma exagerada logros para el triunfo personal, promueve una forma de ser y hacer en detrimento de la persona. En detrimento por no incorporar en su código de conducta los principios, valores, normas, acciones necesarias para cultivar una sana, saludable relación social de convivencia, entre ellos la importancia de “ofrecer y compartir”. En detrimento por dejarle en desventaja, desprovisto de habilidades sociales para ser más efectivo en alcanzar objetivos de vida, éxito personal, social y laboral. Comportamientos sociales como la misericordia, bondad y perdón que permitan interactuar, relacionarse con los demás de forma eficaz y satisfactoria.
Aquellas de las que adolece la realidad actual en que vivimos y nos movemos. Necesarias de actualizar, poner al día por inclinar a la persona a la compasión, deseo de actuar para evitar, aliviar el sufrimiento de otras personas cuando se enfrentan a él. Actitudes imprescindibles para combatir el aislamiento y soledad.
Atributos de la persona que orientan al bien, la verdad y la justicia, al hábito operativo bueno por responder a una cierta consideración social de lo deseable, inclinar el ánimo a compadecerse de los sufrimientos, miserias ajenas. Manifestación de generosidad, el valor que impulsa a compartir con los demás, a tratar con bondad aun cuando estos no lo merezcan, a entender de forma razonada para aliviar su dolor, buscar la reconciliación sin juzgar, cuestionar o condenar. A educar al ignorante, aconsejar al que duda o corregir al que se equivoca, a consolar al triste o cultivar la paciencia para tolerar los errores, defectos del otro y conceder el perdón. A practicar el respeto y la solidaridad buscando la verdad.
La práctica de la misericordia, atributo divino, es lo que materializa vivir bajo el liderazgo de la empatía, capacidad de ponernos en los zapatos de los demás, lo que da pie a una convivencia basada en actitudes firmes, disposiciones estables que refuercen el sentir de lo que es clave para el bienestar de la condición humana, la razón de ser, la autoconciencia de que “obras son amores y no buenas razones”, el favor a los demás en situación de dolor y sufrimiento.
La misericordia es emplear tiempo a favor del bien, tener corazón para sentir el dolor, sufrimiento ajeno. El atributo divino del mejor psicoterapeuta de todos los tiempos, aquel que nos enseñó hace casi más de 2000 años que obras son amores no solo para los demás, también para nosotros. La misericordia, tratar a los demás como queremos ser tratados, es el camino de la reconciliación para recuperar un estado previo positivo traumáticamente quebrantado.