Por: Luis Pomed
Los regímenes totalitarios que asolaron, Europa mediante, el mundo durante las décadas centrales del siglo XX, pudieron realizar sus propósitos criminales porque previamente habían degradado a los ciudadanos a la condición de súbditos, despojándoles de todo atisbo de humanidad e individualidad responsable. Transformada la nación en comunidad racial o clasista, adocenados sus integrantes y exacerbado el más patético gregarismo, la mayoría de las personas se vio liberada de la pesada carga de tomar decisiones morales. Olvidaron muchos que siempre es posible actuar de otro modo y que la empatía y la solidaridad nos impelen al bien, en tanto que la molicie intelectual conduce a una ignominia acomodaticia.
Afortunadamente, no faltan nunca personas que dan lo mejor de sí mismas con desprendimiento y entrega a los demás. Son modelo de una conducta pública que apunta siempre en la misma dirección, la única correcta: la ayuda a los perseguidos y las víctimas y la correlativa resistencia a los verdugos, pardos o rojos, y victimarios.
En el año 1953, el Gobierno israelí presentó ante el Parlamento un proyecto de ley de reconocimiento de las víctimas de la Shoah, que, tras la correspondiente tramitación, amplió su objeto para incluir a los no judíos que merecían especial consideración por la nobleza de su comportamiento. Son los Justos de las Naciones, algo más de veintisiete mil gentiles, según las cifras disponibles a 1 de enero de 2020.
Nueve de ellos son españoles: seis hombres y tres mujeres, de orígenes geográficos y sociales muy diversos; de ideologías no solo diferentes sino enemigas y que venían de enfrentarse a sangre y fuego en las trincheras de España apenas unos años antes. Cuatro de ellos fueron diplomáticos, que llevaron su actuación más allá del estricto cumplimiento del deber, movidos por un impulso humanitario encomiable que, en alguna ocasión, como fue el caso del madrileño Eduardo Propper de Callejón, se tradujo en el sufrimiento de represalias profesionales y el destino forzoso a un destino menor, alejado del escenario europeo.
Algunos de ellos salvaron las vidas de cientos y hasta miles de judíos perseguidos por los criminales nazis. Fue el caso del diplomático zaragozano Ángel Sanz Briz, que siendo embajador de España en Budapest logró arrebatar unas cinco mil vidas humanas de las fauces del mismísimo Adolf Eichmann. O del altoaragonés Sebastián de Romero Redigales, embajador en Atenas, quien salvó a más de seiscientos judíos de Salónica, trasladándolos al protectorado de Marruecos, en esta ocasión con la colaboración de las autoridades españolas. El citado Eduardo Propper de Callejón expidió, en los días posteriores a la caída de Francia y desde su puesto en la embajada reubicada en Burdeos, miles de visados que facilitaron la huida de refugiados judíos a Portugal a través de España.
Otros, procuraron la salvación de individuos o familias concretas. Así hizo el refugiado vasco Martín Aguirre y Otegui en Bélgica, o Concepción Faya en Francia. Fue, igualmente, el caso del matrimonio formado por José y Magdalena Martínez, conserjes en París, o, en fin, de José y Carmen Santaella, quienes actuando en el corazón mismo de las tinieblas salvaron la vida de tres mujeres judías desde la embajada española en Berlín.
Todos ellos se han hecho merecedores del reconocimiento que les ha brindado el centro Yad Vashem porque todos ellos actuaron impulsados por el más noble de los sentimientos, arrostrando peligros y amenazas que no podemos imaginar. Hicieron realidad el lema que figura en la medalla de los Justos: “Quien salva una vida, salva al mundo entero”. Tengamos presente su ejemplo, el de quienes no miraron hacia otro lado y supieron tomar, con entereza y consecuencia, las decisiones morales más dignas; que no nos falte su valentía y honestidad ante una bestia que no está muerta y ni tan siquiera dormida y a la que no le faltan abyectos adoradores incapaces de sentir empatía.