El bibliófilo de ScarlattiPor: Luis Pomed, Jurista y lector

Existía en la Badajoz de los 80 un personaje apodado “el pilichi” que vivía en la marginalidad urbana. Cuando caía la tarde, el pilichi profería tres exclamaciones escatológicas que tenían por objeto el número diez, la sagrada forma y el sumo hacedor. Eran las que una dama de la localidad acertaría a bautizar como “las tres gracias del pilichi”.

El diez de noviembre es justamente la fecha elegida para que acudamos a las urnas a fin de reparar el error que parece que habríamos cometido el pasado 28 de abril. Las redes sociales nos han informado de la desazón que esta elección ha provocado a béticos y sevillistas y nosotros mismos viviremos con la inquietud de saber si esta vez acertaremos al depositar la papeleta en la urna. De no ser así, nuestros políticos habrían “obrado” con efectos maléficos sobre el número diez, corriendo el riesgo de quebrar su sentido cabalístico como expresión de la perfección y del orden divino.

Pero no es un riesgo sin recompensa. En democracia, no hay instrumento más augusto que el voto. Por él se logra la transustanciación de un empleado de banca, un profesor interino permanente o alguien sin oficio conocido, nada menos que en representante del pueblo español. La suma de modestas tiras de papel surte ese efecto taumatúrgico en las personas de los electos, quienes a partir de entonces logran escribir grandes páginas de la literatura universal, encuentran pareja o se convierten en modestos propietarios de palaciegas residencias serranas. Un instrumento que consigue semejante efecto es un sacramento en términos estrictamente etimológicos. Y precisamente por su naturaleza sacramental, que encierra un misterio inalcanzable para el común de los mortales, nadie ha estado más acertado que nuestra vicepresidenta del Gobierno cuando atinó con las palabras y construyó una frase para la historia: “las elecciones, en democracia, nunca pueden ser un fracaso”. La egabrense se hace eco con ello de la sugerencia del canon 898 del Código de Derecho Canónico, que aconseja a los fieles que reciban “frecuentemente y con mucha devoción” el sacramento de la eucaristía. Es decir, que acudamos con frecuencia a los colegios electorales, que hallaremos en ellos nuestra gracia y plenitud como ciudadanos al participar de la sagrada forma del voto.

A estas alturas ya imaginará el lector que nuestros políticos no habrían de dejar incólume al sumo hacedor en democracia, el pueblo español del que emanan todos los poderes, Constitución dixit. Si los electos son incapaces de alcanzar acuerdos mediante la deliberación y la negociación, dialogando, haciendo uso de la palabras, la responsabilidad no es suya, pobres diablos, sino de los perversos ciudadanos que los hemos colocado en semejante tesitura. No es de recibo que les exijamos que realicen su trabajo, que en una democracia parlamentaria consiste justamente en buscar aquello que nos une en lugar de acentuar cuanto nos separa, para armonizar voluntades y aunar esfuerzos en la consecución de metas comunes. Eso sería una crueldad intolerable.

Al llegar al final de estas líneas reparo en el hecho de que “el pilichi” ha dejado de ser un personaje marginal y ha logrado integrarse en nuestra sociedad, alcanzando acaso puestos de ¿responsabilidad? política. Quién sabe si no es ahora consejero áulico de algún alto cargo, asesor o jefe de gabinete. Reparo también en el uso frecuente, acaso excesivo, de términos religiosos, lo que solo puedo justificar por el pío deseo de que el día 11 de noviembre nos pille confesados y aseados… y, parafraseando a Joaquín Sabina, que gane mi equipo.