premio-mayoriaLuis Pomed Sánchez

Publicaba recientemente Josu de Miguel un artículo titulado “Constitución territorial y gobernabilidad” (El mundo, 19 de septiembre de 2023). Los dos términos unidos por la copulativa se resolvían en el último párrafo con la expresión de un deseo: que los dos partidos mayoritarios alcanzaran un pacto para “cerrar el Estado autonómico, hablar con los nacionalistas en serio” y “llevar a la Constitución una solución al problema de la gobernabilidad: por ejemplo, incorporar una prima electoral para el partido ganador en unas elecciones”. Veo irrealizable el pacto, me pregunto si no es consustancial al Estado autonómico estar permanentemente “abierto”, nada diré de la seriedad de las conversaciones con “los nacionalistas”, pero me parece atinada la propuesta sobre la introducción de un premio de mayoría.

Atinada, en primer lugar, porque acierta a poner el foco en el origen del problema. En 1977 (elecciones generales de 15 de junio) y hasta 2011 (elecciones de 20 de noviembre), el sistema electoral español ha cumplido razonablemente dos funciones esenciales: traducir en escaños las preferencias expresadas por los electores y facilitar la gobernabilidad; por mejor decir, facilitar la formación de Gobierno, que es cosa distinta. Desde las elecciones de 20 de diciembre de 2015, nuestro sistema electoral sigue satisfaciendo las exigencias de la primera de estas funciones, pero ha dejado de desempeñar la segunda. Desde esa fecha se han sucedido elecciones anticipadas por la imposibilidad de formar gobierno, gobiernos en funciones permanentes, invitaciones a la investidura declinadas porque era razonable anticipar que la aritmética parlamentaria no había de arrojar el resultado apetecido y ofrecimientos a probar la suerte en plaza de primera para confirmar la alternativa, por no mencionar ahora intentonas golpistas, que es cosa de mal gusto.

Durante mucho tiempo las críticas vertidas sobre nuestro sistema electoral se han centrado en negar que sea aquello que realmente es: proporcional. Se afirmaba que era un sistema pensado para el bipartidismo, un bipartidismo que no podían anticipar los autores del Decreto-ley de 18 de marzo de 1977, origen de nuestra actual legislación electoral, y que solo de imperfecto puede calificarse desde las Cortes materialmente constituyentes, en las que ya convivieron dos pares de formaciones políticas a izquierda (partido socialista y partido comunista) y derecha (unión de centro democrático y alianza popular). Se le tachaba de injusto por no reflejar adecuadamente la presencia de las fuerzas políticas, olvidando que el asentamiento territorial es determinante en un sistema electoral que tiene por circunscripción la provincia. En fin, se le tildaba de rígido, rigidez que no se advierte en absoluto.

Sin embargo, se ha dado por supuesta su capacidad para arrojar unos resultados que facilitaran la formación de Gobierno. Así fue, reitero, entre 1977 y 2011, cuando en la misma noche electoral en la que se producía el reconocimiento de la derrota y la felicitación formal al vencedor, podía perfectamente anticiparse quién iba a recibir, y poder cumplimentar con éxito, el encargo de formar gobierno. No es así desde diciembre de 2015 y buena parte de nuestros trastornos tienen su origen y explicación en esa pérdida.

La propuesta de premiar a la mayoría con unos escaños, que podrían situarse en el entorno del diez por ciento del total (esto es, 30-35), no es novedosa en el panorama comparado, pues es una realidad en países de nuestro entorno mediterráneo. Refuerza la posición negociadora del partido vencedor de las elecciones y no produce merma alguna de la proporcionalidad. En todo caso, y supuesto que se convenga en la existencia del problema, no estará de más reflexionar y buscar soluciones, el premio de mayoría no es la única posible. Pero es la única que se ha puesto sobre la mesa para una situación que llevamos arrastrando ocho años. Calculen nuestros pensadores lo que eso supone en tuits, o como ahora deban denominarxe.