Barranco del Lobo, Igueriben, Monte Arruit… En las montañas rifeñas del Marruecos anidó el huevo de la serpiente que envenenó el siglo XX español. Los desastres se sucedieron, transformando la ribera mediterránea del África occidental en “matadero donde —según rezaba una coplilla popular— van los españoles a morir como corderos”. Murieron jefes, oficiales y soldados menesterosos, pero se libraron de esta suerte los llamados “soldados de cuota”, hijos de la alta burguesía que pudieron redimir en metálico el tributo de sangre que otros pagaron por ellos.
La cifra de algo más de setecientas bajas padecidas por el Ejército español en julio de 1909 en las estribaciones del monte Gurugú palidece frente a los ocho mil muertos y desaparecidos que, según las más recientes estimaciones, hubo en el Desastre de Annual del verano de 1921. Apenas cinco días antes de que se consumara la tragedia, el ministro de la Guerra encargó el general Juan Picasso González, tío abuelo del pintor Pablo Ruiz Picasso, la elaboración de una información de carácter gubernativo destinada a esclarecer los hechos y depurar las responsabilidades por la catástrofe. Nació así el “Expediente Picasso”, un extenso documento que recogió el fruto de la paciente y minuciosa instrucción llevada a cabo por el militar malacitano, quien puso cifras a la tragedia, identificó los flagrantes errores tácticos cometidos por un mando de frívolo comportamiento, denunció la falta de medios de la tropa y sacó a la luz las prácticas corruptas frecuentes en el Ejército de África.
El expediente Picasso hizo saltar las costuras del régimen de la Restauración, pues desde la más estricta asepsia valorativa apuntaba a las responsabilidades de un alto mando poco apto para la tarea encomendada por una clase política veleidosa y cortesana, más atenta a las veleidades de Palacio que a las necesidades del país. La posibilidad —por lo demás nunca expresamente apuntada en el texto del expediente— de que esas responsabilidades alcanzaran al monarca parece haber impulsado al general Primo de Rivera a acudir en socorro de su rey, Alfonso XIII, protagonizando el último pronunciamiento y el primer golpe de Estado de nuestra historia contemporánea. Esta hipótesis no parece descabellada a poco que reparemos en el hecho de que el presidente de la comisión parlamentaria encargada de estudiar el “Expediente Picasso”, Bernardo Mateo Sagasta, juzgó prudente llevarse consigo el documento, que solo devolvió a las Cortes Constituyentes de la II República. A buen seguro, debemos la conservación del texto al buen criterio de este ingeniero gallego, como también a una cultura institucional que hacía inimaginable allanar el domicilio de un ex diputado, incluso después de haberse disuelto manu militari el parlamento del que formaba parte.
Ni el parlamento de la monarquía ni el Congreso de la República fueron capaces de depurar las responsabilidades del desastre, tarea que se transfirió al Tribunal Supremo por una ley de 10 de mayo de 1934. Pero esta incapacidad no aminora en modo alguno la altura del general Picasso, quien advirtió al cerrar su estudio hasta qué punto “hemos sido, como de costumbre, víctimas de nuestra falta de preparación, de nuestro afán de improvisarlo todo y no prever nada y de nuestro exceso de confianza; y todo ello constituye, a juicio del declarante, una grave responsabilidad, que el país tiene derecho de exigir a todos”. En el centenario de la catástrofe de Annual, sirvan estas líneas de homenaje a dos hombres honrados que sirvieron con lealtad a un país que parece haberles olvidado injustamente.