El mundo hoy más que nunca pide con vehemencia y desesperación serenidad… Serenidad para aceptar lo incomprensible, difícil e inaceptable; para alcanzar la quietud de espíritu que lleva a sofocar los cambios; afrontar con fortaleza lo doloroso, incómodo o complicado que no se puede cambiar de las situaciones vividas. Sin serenidad no hay conocimiento, control, dominio de uno mismo. No salen a la luz las verdades y falsedades, los miedos y excusas, lo oculto y reservado que impide caminar por la vida de forma más sensata y equilibrada.
Su práctica nos lleva a evaluar la realidad con más detalle, cautela y precisión. Bajo su manto todos pensamos con más claridad; analizamos los pensamientos, percepciones, apreciaciones responsables de nuestro estado emocional; lo que tensiona, preocupa o confunde con intención de promover un cambio de actitud o comportamiento si fuese necesario tras verificar la exactitud de estos.
La serenidad capacita nuestro Yo para mantener un equilibrio de balanza entre deseos y obligaciones; le dota de sabiduría para diseñar, crear un proyecto de vida exitoso enfocado a satisfacer necesidades propias y ajenas; le habilita para imponer orden y coherencia entre las mentes responsables de crear un destino de paz y confort, la racional que piensa y elige y la emocional que siente y actúa.
No existe duda, la serenidad nos hace transitar de forma más confortable por la dimensión personal; pone freno a la impulsividad, improvisación, impetuosidad. Hacer mil cosas a la vez, vivir en la inmediatez nos aleja del confort emocional; nos impide acceder al silencio, condición necesaria para que la serenidad crezca y se establezca como hábito. El estado idóneo, sin ruidos ni voces, capaz de centrar la mente para pensar, ver las situaciones de distinta manera, con más consciencia y de forma más relajada, para alcanzar el conocimiento propio y el autocontrol, para materializar con calidad y excelencia todo aquello que hacemos porque es nuestro deseo o es obligación.
La serenidad protege la integridad física y emocional de las personas; desvanece la tensión, el nerviosismo o la preocupación del “ser” a favor del “hacer”; incita a meditar sobre lo verdadero, esencial e importante; relajar la mente para sentirnos mejor en una sociedad donde la rutina, el vivir de forma rápida se impone, abruma y desestabiliza, impide que nos ordenemos, centremos para rendir más y mejor.
La serenidad viste de templanza a nuestro Yo para viajar por la vida de forma más prudente, relajada y tranquila. La serenidad es la cualidad a la que todos deberíamos aspirar para vivir de forma más confortable, sin prisas ni agobios, sin miedos e incertidumbres, dando vueltas de forma constructiva a lo que nos sucede, sin bloqueo mental.
La serenidad predispone a ser ricos en tiempo. Tiempo para cumplir con lo que estamos obligados hacer sin dejar de hacer lo que nos gusta e ilusiona; tiempo para descubrir cómo nos hace sentir con intención de insistir o desistir, relativizar, no enfadarnos, con lo que lo perturba o impide disfrutar de los pequeños placeres de la vida.
La serenidad es el recurso acudir para restar negatividad a lo que nos sucede. La opción adecuada a la que todos debemos recurrir para promover la armonía, concordia y acuerdo con otras personas, para vivir con dignidad y alcanzar la justicia social que tan necesaria es para amainar el temporal en situaciones de crisis.
Un valor a divulgar por su tendencia natural de hacer el bien, aportar mesura para tomar decisiones más realistas y objetivas, acertadas por estar basadas en el dialogo exterior y la escucha interior.
Un valor a trasmitir relacionado con la educación que nada tiene que ver con la edad… “La serenidad no la dan los años sino la educación recibida, la serenidad es producto de conductas aprendidas, la herencia que recibimos del ejemplo de nuestras personas significativas”.