Mª Luisa Turell –
Al leer el título de este artículo alguien puede pensar que se trata de un tópico o simplemente que es algo tan obvio, que no habría que cuestionarlo.
Pero a decir verdad, no todos somos conscientes de que lo vital de aprender es el compromiso que se adquiere con la vida propia y el entorno. A nuestros alumnos no hay que evitarles las dificultades de la vida, sino enseñarles a superarlas.
Ya en el siglo XIX afirmaba John Ruskin, escritor y sociólogo británico: educar a un niño no es hacerle aprender algo que no sabía, sino hacer de él alguien que no existía. Afirmación ésta de gran belleza que nos hace emular a cada uno de nosotros a profesores que marcaron nuestras vidas, que partiendo de nuestra nada nos acompañaron conduciéndonos hacia metas que nos permitieran levantar el vuelo y apostar por el futuro sin miedo y en libertad.
Supongo que todos tenemos en el recuerdo maestros con creatividad que dejaban espacios de autonomía, permitían experimentar y nos lo hacían pasar bien sin dejar de ser exigentes; nos transmitían esas lecciones de vida condensadas en frases espontáneas que aparentemente nada tienen que ver con la materia impartida; y con esa paciencia…porque descubrir lleva su tiempo, pero ¡qué hermoso ver crecer a los alumnos y participar de sus descubrimientos!
He aquí una experiencia para compartir: ante un problema de acoso a una alumna del curso del que soy tutora, tuve la idea de crear una dinámica como terapia, que a través del juego, sirviera para todo el grupo en su conjunto. De otro modo, haber intentado que solo los alumnos implicados subsanaran el conflicto me parecía, como solución, demasiado parcial. Al principio temí por los resultados, pero de pronto saltó la chispa y se produjo la luz. Los chavales reconocieron su error ellos solos, pidiéndose luego perdón mutuamente sin necesidad de grandes sermones de nadie. Supieron ser no solamente estar. Pero fue preciso mostrarles el camino. No puedo explicar con palabras la intensidad del momento que tuve la suerte de compartir con ellos.
Pero tenemos la contrapartida a esta situación y es, por qué no decirlo, un verdadero escollo para lograr los resultados que buscamos. Me refiero a la ausencia generalizada de interés por aprender, por parte de nuestros alumnos. Y si añadimos la sobreprotección que algunos padres ejercen sobre sus hijos – el niño acaba siendo el jefe – , el abuso de ordenadores y maquinitas diversas o las escasas expectativas laborales, habrá que admitir que la escuela se está convirtiendo en un lugar difícil para aprender a ser.
Podemos citar en este caso al economista y teólogo irlandés Richard Whately, que con gran razón afirmó que enseñar a quien no quiere aprender es como sembrar un campo sin ararlo.
Efectivamente, el oficio de maestro no es muy valorado hoy en día en su real dimensión, pero todo el mundo sabe que estar al frente de un aula no es fácil. Al entrar en clase cada día te encuentras con veinticinco o treinta expectativas educativas distintas y lo que ocurra allí dentro depende de muchos factores; los aprendizajes se construyen a base de relaciones humanas entre alumnos y profesores, pero sobre todo, con el apoyo de las familias que llevan a sus hijos a la escuela para que les enseñen no solamente a ESTAR, sino a SER.